Mujeres singulares de George Gissing


Si antes de comenzar a leer Mujeres singulares, de George Gissing, no hubiese sabido que fue publicada en 1893 y ambientada a finales del siglo XIX habría pensado que no tendría más de cincuenta años porque es inquietante lo actual que ha resultado su lectura. Además, fue una sorpresa entrar en esta novela esperando encontrar un algo así como un alegato defendiendo la cerrada mentalidad victoriana y me topé con una voz —un narrador— que cuenta las cosas como eran y que no intenta en ningún momento opinar sobre lo que está narrando.

El relato de esta novela —publicada anteriormente también por Alba Editorial con el título Mujeres sin pareja— representa la ruptura con la cerrada sociedad victoriana y la apertura a un tiempo en el que toca rasgarse las vestiduras para aceptar una visión más liberal: la mujer deja de ser solo “el ángel del hogar” para convertirse en un ser humano independiente que no necesita una figura masculina para existir, configurando así el primer paso de lo que acabaría convirtiéndose en el movimiento feminista.


“Cuando pienso en la despreciable desdicha de todas esas mujeres esclavizadas por la costumbre, por su debilidad, por sus deseos, me echaría a gritar: ¡Dejad que el mundo se hunda antes de que las cosas sigan así”.


Estas palabras las pronuncia Mary Barfoot, cofundadora de una academia para mujeres junto a Rhoda Nunn, en una charla ante algunas de las chicas a las que forman para trabajar y ganarse la vida si deciden no casarse. Tanto Rhoda como Mary son dos “mujeres singulares”, apelativo que Gissing pone en boca de Mary como sinónimo de la mujer que no encarna el prototipo de su tiempo. A esta academia llega Monica Maddden, una joven inteligente aunque con una personalidad en principio muy voluble en la que se reflejará el cambio en la mentalidad femenina, vieja conocida de Rhoda, y es en este punto en el que la vida de ambas se mezclan.


Monica procede de una familia no del todo rica a la que la repentina muerte de su padre deja en una situación complicada, aunque no alarmante, y después de algunos trabajos mal pagados y con jornadas extenuantes decide que es mejor casarse con alguien con más posibles que ella a pesar de no amar al elegido. 

De Rhoda Nunn se esperaba que se casara para salir de allí donde le había tocado nacer, pero ella tenía otros planes: Rhoda ayudaría a las mujeres, a todas, a entender que hay vida más allá del matrimonio; las ayudará a desempeñar un oficio y a formarse un criterio propio; y si después quieren casarse que lo hagan, pero Mary y ella les habrán dado las armas para casarse en igualdad de condiciones.  

Mary y Rhoda — tan sensible y campechana es la primera, como firme y dura es la segunda—  son dos personalidades muy diferentes persiguiendo un mismo fin: la liberación de la mujer a través de la formación y el trabajo. Ninguna de las dos está en contra del matrimonio, de hecho en ciertos casos de los que hablan en la intimidad de la casa que comparten, “reconocen” que para algunas mujeres es mejor casarse porque tienen tan arraigado la creencia de que SOLO pueden ser esposas que perderían un tiempo muy valioso que podrían emplear en ayudar a aquellas que sí quieren ser algo más.


Y en esas está Rhoda cuando conoce a Everard Barfoot, el primo de Mary, un tipo libertino que se propone conquistarla. Entre ellos habrá un tira y afloja, una atracción evidente que nos mantendrá en vilo esperando para saber si Rhoda cederá ante los convencionalismos de su época o seguirá siendo una “mujer singular”.


Laura C. Hernández

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