He visto las hojas volar

Estos textos nacieron para ser una newsletter pero me negaba a que todo sea ya por suscripción y acabaron recalando de vuelta a lo que siempre me ha gustado: escribir en el blog. 

Mientras redactaba la carta que leísteis hace unas semanas vi miles de hojas volar. Nada sorprendente si tenemos en cuenta que cuando pasó aún estábamos en otoño; para mí sí lo fue porque vivo en un tercer piso con un local debajo, lo que hace un total de cuatro pisos. En la plaza que hay a pie de portal tenemos un árbol que en ese momento estaba repleto de hojas amarillas, justo cuando alzaba la vista de la libreta en la que garabateo los textos un golpe de viento desprendió casi todas las hojas de la copa y mi ventana quedó cegada por un aluvión de hojas durante unos segundos. La luz volvió poco a poco, pero yo aún me quedé un rato viendo como el viento arrastraba ahora las hojas que él mismo había dejado sin hogar. 

El episodio de las hojas trajo a mi mente mi pequeña obsesión con los libros en los que la naturaleza en general y los jardines en particular tienen mucho protagonismo.

Como ya he dicho vivo en un tercero y mi hogar forma parte del típico edificio anodino de ladrillo visto y ventanas de aluminio blanco; a su alrededor decenas de edificios idénticos y cuatro árboles mal contados y, al fondo, hectáreas y hectáreas de terreno agrícola. Para rematar la autovía principal de la ciudad queda muy cerca. Imagino que de mis palabras se puede deducir que no me apasiona el lugar en el que vivo, algo que no puedo cambiar a corto plazo, y como yo necesito el verde de las plantas y el colorido de las flores decidí que aparte de los potos y las cintas que hay en casa iba a buscar eso que me faltaba en algunos de mis lugares favoritos: los libros.




Cuatro setos: memorias de una jardinera de Claire y El huerto de una holgazana de Pia Pera comparten premisas: son los diarios de sus autoras y en ellos nos cuentan por estación/meses como sus jardines y huertos van creciendo y cambiando mezclados con su propia vida. ¿Qué por qué leo libros en los que te enseñan a hacer algo que yo en un tiempo tirando a largo (o puede que nunca) voy a poder hacer? Pues porque soy una mujer práctica y si el jardín llega algún día, pues me pillará aprendida. 

Cuando le puse título a esta carta el primer libro que me vino a la mente fue Anhelo de raíces de May Sarton. Un libro pequeñito, editado por Gallo Nero, que se parece en forma a los dos anteriores, pero no en el fondo. El libro de May Sarton consiguió algo que los otros dos no: trasladarme a un prado de Nelson e hizo que fuese capaz de oler el perfume del heno al cortarlo; también fui capaz de escuchar el traqueteo de las teclas de la vieja máquina de escribir que usaba para pasar a limpio sus poemas; saboreé las frambuesas en verano y vi corretear por la nieve a un par de ardillas traviesas sin moverme del salón de mi casa. Compartí con May la necesidad de estar sola y, a la vez, el deseo de compartir ciertas cosas. Con Anhelo de raíces comprendí que puede que no tenga un jardín, pero sí que cuento con un lugar en el que habitar y que puedo llenar de plantas, mi hogar.



Y como no todos los jardines están sembrados nos vamos de paseo con Eduardo Barba a El jardín Del Prado, un libro-joya que hace un repaso por la botánica que aparece en algunos de los cuadros expuestos en el Museo del Prado y su simbología. No solo descubrí cuadros de los que no tenía ni idea, además, disfruté de las historias escondidas en los lienzos y con las anécdotas de Edu, y aprendí por qué artistas de todos los tiempos escogían una planta o flor y no otras porque la botánica presente en cada cuadro no es mero abalorio y tiene su razón de ser. Es un libro muy especial. En el prólogo, Eduardo nos dice que una de las cosas que comparten algunas de las plantas que aparecen en él pueden cultivarse en un balcón y que unas pocas incluso suelen vivir en los alféizares de nuestras ventanas. Y como este es el único trocito de aire libre del que yo dispongo pienso sacarle provecho. 

Nos vemos pronto,

Laura. 

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